lunes, 22 de febrero de 2010

Confesiones de un hombre enamorado

Es casi como si pudiera masticar la ansiedad. El tiempo parece ser eterno, y mi corazón parece latir demasiado deprisa para lo despacio que pasan los segundos.
Cada mañana lo mismo, de lunes a viernes, la misma avidez, la misma sed de verte en mis ojos. Los fines de semana sin tu imagen pasan con la angustia de un drogadicto que no tiene su dosis.

Me quedo esperando junto a la carretera hasta verte aparecer, y desde el momento en que desapareces por la esquina otra vez espero a que llegue el momento de cruzarme contigo al día siguiente. No importa como amanezca el día, lluvioso o soleado, frío o bochornoso, porque mi humor dependerá del semblante de tu rostro.

Me pregunto que harás el resto del día, donde estarás que solo te veo durante medio minuto al día, donde te esconderás que no existes más que en un paso de peatones a primera hora de la mañana. ¿Por donde sales con tus amigas? ¿Tienes novio? ¿Qué aficiones tienes? ¿Te gusta el cine o prefieres la literatura? ¿Qué clase de chicos te gustan?

Recuerdo la primera vez, tu aire nervioso, tu paso ligero, a medio ponerte el abrigo y los guantes, cómo medio tropezaste con el bordillo de la acera y tu bolso callo desparramando todo lo que había en su interior. Te agarré del brazo, aunque probablemente no hubieras llegado a caer al suelo, y te ayudé a recoger un par de cosas del suelo. El bolso de una mujer siempre ha sido un misterio, y el tuyo no iba a ser menos que curioso. Un bloc de notas con las hojas sueltas del uso, con garabatos y dibujos, con el interior lleno de tus anhelos, pensamientos y miedos, el mp3, un móvil-ladrillo bastante anticuado, un llavero con montones de muñequitos y ruidosos juguetitos que no pudo menos que hacerme sonreír cuando lo sostuve en alto para devolvértelo.

Me dedicaste una risa tímida, diría que incluso estabas sonrojada, y cuando me miraste todo mi mundo conocido desapareció y pasaste a ocupar el astro sobre el que mi vida giraría a partir de ese momento.

Tus ojos, su color dorado, su brillo alborozado, la forma suave de tu cara, con los labios carnosos, una nariz pequeñita con la puntita redondeada de forma divertida y tus pómulos marcados y ruborizados por una mezcla de colorete y vergüenza.

Desde ese día todas las mañana espero verte, el semblante de tu rostro, la paz de tus ligeros movimientos al andar, que calmen la angustia de mi corazón. Los días que tardas más en aparecer la inquietud de pensar que no aparecerás desaparece ante la imagen divertida de tus prisas. Cuando te veo aparecer los coches parecen pasar más despacio, todo se ralentiza y te mueves mientras tu pelo se agita al ritmo de tus pasos.

Cuando te sientes bien caminas como si dieras saltitos o bailaras sobre la acera, y tu sonrisa me contagia hasta llenar de calor mi corazón. Pero si tu caminar es lento y con la mirada baja es como si una ráfaga de aire helado entrara por mis pies y me recorriera hasta la nuca. Tu tristeza me contagia igual que lo hace tu alegría.

Me gusta como vistes, tus combinaciones de camisetas superpuestas, faldas sobre pantalones, y complementos coloridos, gorros, calentadores y el bolso a conjunto; me gusta como andas, como si fueras una bailarina de balet; me gusta el sonido de tu voz, aunque solo lo haya podido imaginar; me gusta tu forma de mirar a los lados de la carretera antes de cruzar; me gusta como le sacas la lengua a ese niño que va al colegio y se cruza todos los días contigo corriendo revoltoso; me gusta la ternura de tu rostro cuando ves un bebé en el carricoche; me gusta tu sonrisa cuando ves a ese diminuto perrito que pasea por las mañanas y ese ruidito que haces con la boca para llamar su atención.
Me gusta que me sonrías al pasar, como si nos conociéramos, e imagino que nuestro primer encuentro fue tan importante para ti como para mí, mientras sigo reuniendo el valor para hablarte.

El Principe de Nana