sábado, 27 de junio de 2009

la belleza de Ayla

Jondalar estaba sintiendo el sol mucho más que Ayla. Conservaba su palidez invernal, al menos así fue hasta que salió a sentarse en la terraza saliente. Ayla se había ido cuando comenzó a sentirse incómodo a causa de la fuerza del sol.
La oyó y se dio media vuelta, agradecido de que, por fin, llegara y algo molesta porque no hubiese vuelto antes. Pero, al verla, ya no sintió quemaduras; se quedó con la boca abierta, maravillado al ver a la mujer desnuda que se acercaba a él bajo la brillante luz del sol.

Tenía la piel de un color tostado dorado, fluyendo y ondulando sobre sus músculos fuertes por el uso constante. Sus piernas estaban perfectamente modeladas, solo estropeadas por cuatro cicatrices paralelas en el muslo izquierdo. Desde aquel ángulo podía ver unas nalgas firmes y redondas, y por encima del vello rubio del pubis, la curva del vientre marcado por las señales leves del embarazo. Tenia los senos grandes pero formados como los de una muchacha e igual de erguidos, con areolas de color rosado oscuro y pezones tiesos. Sus brazos eran largos y graciosos y delataban inconscientemente su fuerza.

Tenía el cuello largo con una pequeña cicatriz en la garganta, una línea graciosa desde la mandíbula a la barbilla, una boca llena, una nariz fina y recta, los pómulos altos, y ojos de un gris azulado muy separados. Sus facciones finamente cinceladas se combinaban en una elegante armonía; tanto sus largas pestañas como sus cejas arqueadas marrón oscuro, un tono más oscuro que el de las ondas de las dorada cabellera que caían suavemente sobre sus hombros y brillaba al sol.

- ¡Madre Grande y Generosa!- exclamó

Se esforzaba por encontrar palabras para describirla; el efecto total era deslumbrante. Era bella, asombrosa, magnifica. Nunca había visto una mujer tan bella. ¿Por qué escondería aquel cuerpo espectacular bajo un manto informe y aquel cabello glorioso sujeto en trenzas? Y él la había creído simplemente guapa. ¿Cómo no se habría dado cuenta?

Solo cuando se acercó por la terraza acortando distancias empezó a sentirse excitado, pero la excitación le acometió con una exigencia insistente y palpitante. La deseaba con una urgencia que nunca anteriormente había experimentado. Las manos le ardían por el ansia de acariciar aquel cuerpo perfecto, de descubrir sus lugares secretos; anhelaba explorarlo, saborearlo, proporcionarle placeres. Cuando Ayla se inclinó y olió su piel caliente, estuvo a punto de hacerla suya sin siquiera pedírselo, de haber podido… pero intuía que no era mujer a la que se pudiera tomar fácilmente.



“Lamento haberme puesto en ridículo, pero eres tan bella, Ayla. Yo no lo sabía… lo ocultas tan bien. No sé por qué quieres hacerlo, pero tendrías tus razones. Aprendes con rapidez. Quizá cuando sepas hablar mejor puedas decírmelo, si te está permitido. Si no, lo aceptaré. Ya sé que no comprendes todo lo que digo, pero quiero decirlo. No volveré a molestarte, Ayla, lo prometo.”


El valle de los caballos - Los hijos de la tierra (2ºlibro)

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